La tarde se había cubierto de neblinas desdibujando las siluetas de los árboles y las montañas; hacían un poco de fresco, corría una brisa produciendo una sensación poco habitual en estos días de verano. Me acosté pronto, dormí toda la noche a pierna suelta. La noche anterior apenas había pegado ojo. La etapa había sido medianamente fuerte para ser el primer día.
Me levanté temprano, serían alrededor de las siete de la mañana. Bajé al bar con al intención de tomar un café y algo de comer. Para mi decepción, estaba cerrado.
La niebla daba al Camino un aspecto mitad misterioso y mitad peligroso; andar por las estrechas carreteras en aquellas circunstancia no dejaba de ser arriesgado a pesar del escaso tráfico de las mismas.
Antes de las ocho y media de la mañana llego a Premoño, me siento en un área de descanso. En este trayecto tan sólo he subido un kilómetro aproximadamente de fuerte repecho. Sigo adelante y al llegar a Peñaflor, son las diez y me detengo; tomo una cerveza, me faltan tres kilómetros para Grado.
En Grado no hay albergue. Estoy sentado en una terraza, en el centro del pueblo, y aparece un peregrino. Ya lo conocía de los días anteriores, es un toledano con el que hago amistad.
Hasta ahora las primeras etapas, sin dejar de tener una cierta dureza, son asumibles. Estamos en tierras de relieve montañoso con todo lo que eso significa; subidas y bajadas a los valles, paisajes hermosos...
Charlo con mi amigo toledano y le comento que la opción que me parece mejor es ir hasta Cabruñana aunque eso signifique desviarnos unos kilómetros del Camino. Al final es la decisión que tomamos.
El albergue de Cabruñana está bien, incluso nos ofrecen utilizar una lavadora para lavar nuestras ropas. Junto al albergue, donde se recogen las llaves y se sella la credencial, está un bar en el que se come bien.
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